Quizá tan solo ha sido un tiempo de figales. Un cielo amenazante de masa fermentada, cayendo sobre el cauce de las sienes. Entrando en los rincones donde la fiebre anida.
Porque desanudada gime la noche en los espejos. Los vínculos del aire cincelan palomares. Y el parto de una máquina gotea en los sembrados.
Toda luto y gemidos, una mujer descose los velos más antiguos que arropan vaticinios. Las manos aceradas elevan un silencio, que con su lengua lánguida, nos lame los escaños.
Con su mirada terca el rencor nos visita. Con las manos cortadas y un clamor en los ojos, nos va diciendo todo lo que hemos de hacer nuestro.
Lo que nos toca siempre en repartos de herencias. Camisas entiznadas y enaguas menstruales. Es todo el patrimonio que engrosa nuestras arcas.
Un pájaro terrible visita nuestras noches.
Se enciende como un fuego que el odio reverdece. Planea en los vasares y hasta los mechinales reciben la pedrada de su vuelo rasante.
A veces oscurece en pleno día. Como un ensayo general de no estar vivo. O se parcela el aire. Y a nosotros nos toca el trozo más usado.
Debajo de la carne nos crecen los inviernos. Piedad en las macetas, cuando agosto se vuelve circular y candente. Para imitar el sueño de los gatos.
Por encima y delante de todo sonido, un riego intermitente de campanas. Un gozne resentido que alariza en toda nuestra piel sus desazones
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