Y repetir la noche con forma de sembrado. Amueblarla despacio con todos nuestros miedos. Con las manos cortadas de cuando arrecia el hielo.
Poner en los escaños todo el tiempo. Sus ángulos, costumbres recobradas de los rincones últimos, donde el recuerdo brilla como un guijo en el agua.
Con cintura de arroyo, aplauso de abedules. Con las esquilas todas y el rostro del antroiro. O volver de una boda desgranando canciones para aplacar la sombra que puebla los castaños.
Las sayas de la madre donde agarrarse mucho, cuando resuena el pánico su calzado de clavos. Su galopar insomne que anubla los armarios.
Cada sendero tiene su historia asegurada, su trazo de andadura para algún ser sin rostro. La delgada leyenda traída por la abuela desde el umbrío recodo llamado San Romano.
El Río del Pomar recoge bosque y grito de un paisaje encendido por el cantar del agua. Debajo de una roca vivía la Transparente. Guardaba su tesoro celosamente oculto. Y solamente un hilo, un largo cordel de oro, se asomaba al camino.
Una joven pastora de mente oscurecida, encontró entre las breñas aquel brillante cabo. Comenzó a hacer su ovillo sobre los torpes dedos. Alguien gritó de lejos porque todo el rebaño invadía los sembrados.
Cortó con un mordisco el hilo conseguido y se fue a toda prisa tras las veloces cabras. Entonces todo el valle tembló del alarido. Queja de la Encantada, frustrado su conjuro.
Algunos meses más y crecieron las lluvias. Se desprendió la roca de su lecho de arena. Y vieron a la Dama, sentada sobre un arca, bajando lentamente hacia las negras aguas.
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