El tiempo también crece en los umbrales. Pero tiene su otoño, se envilece, y va quedando gris como el paraguas que ya no nos resguarda de la lluvia.
El tiempo es una piedra que llevamos, y retrata el perfil de nuestras almas. Nos llena con su peso los dos brazos y marca nuestro pecho como un sello.
Para sincronizar los días y las cosechas. Para poner en hora los temores, nos vamos acercando hacia los riscos donde la noche ensaya sus argucias.
Galope silenciado por la niebla. Manotazo de lluvia que sorprende el vals de las espigas. El tamizado arpegio de regueros, enmascara el vuelo de las águilas.
Muchachas con mirada de abalorio, cultivan los recuerdos en macetas. Cultivan unos sueños que se alejan, como se olvida el olor de las batallas.
La llave de los cielos ha girado, y se han multiplicado las ventanas. Se está poblando el aire de maizales, de flautas y de manos que saludan.
Viento simulador. Escalas que se pierden como voces, y un verano cargado de tormentas. «Que Dios la traiga mansa». Y todas las palabras se nos quedan desvahidas, cuando la tierra cultivable se va ladera abajo.
Se van nuestras cosechas dando tumbos al fondo de las cárcavas. Nos quedan las esquilas y un gruñido de acero en los oídos
Volvemos con la tarde doblada sobre el hombro. Con la vejez crecida y la mirada en punta. Como los días de dar batidas a los lobos.
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