Abacial y delicada es esta arquitectura. Delicada y tan de súbito como ese cinturón airado y carnicero que cierra nuestras fincas.
Todos los cortinales tienen marcado su perímetro por gestos de codicia. Por una nómina de insultos. Palabras como piedras del arroyo bruñidas por la ira de los muertos.
De cuando no existía el asfalto o los periódicos. El polvo fue escribiendo en los muebles nuestra historia. Rincones enjaezados para un rito que solamente tiene interrogantes.
Los trasgos de la noche se cruzan sus mensajes. Un pájaro agorero señala con su aullido los confines del agua. Sonido de las fuentes cabalgando los límites del tacto.
Una escalera sube y otra baja. Un batiente de puerta desequilibra el ritmo de la siesta. Clamor en los cerezos. Los maizales transmiten una música de alondras. La tarde es un incendio sin entradas.
Delgada y primitiva es la cintura de todas estas tardes apretadas. De tantos filandones que cuelgan como riestras en nuestros corredores.
El miedo es otro árbol polimorfo que crece con nosotros. Que madura sus frutos en la noche. Cuando la fiesta arrecia, se concentra para seguir practicando la sorpresa.
De todas nuestras vidas anteriores, siempre hemos preferido las más tenues. Aquellas que regresan en tiempo de esfoyaza. Las que apenas si nos caben en el cuerpo, como un traje que habíamos heredado.
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