miércoles, 7 de septiembre de 2011

NOTA PREVIA, ADVERTENCIA, RECOMENDACIÓN, PETICIÓN Y CONTACTO


NOTA PREVIA

El contenido de este texto es reproducción del publicado en 1995 con las siguientes referencias:

I.S.B.N. 84-7299-348-5

Depósito Legal: S. 388-1995

Imprenta KADMOS

Teléfs. (923) 21 98 13 1842 24 SALAMANCA, 1995


ADVERTENCIA

La obra original ha sido maquetada nuevamente para facilitar su publicación electrónica en un blog del Poeta Emilio Rodríguez, ha cambiado la portada, la contraportada, el número de páginas y, consecuentemente, el Índice.

RECOMENDACIÓN

Dado que la edición original está agotada, el autor autoriza a sus lectores a reproducir esta obra para uso personal, con el ruego de que se cite su procedencia.

PETICIÓN

Si algún lector quedase especialmente complacido con la lectura de, CANTATA DE GALMAZ puede manifestar su satisfacción entregando un pequeño donativo a cualquier organización dedicada a mejorar las condiciones de vida de los habitantes de este mundo.

CONTACTO

Los lectores que deseen ponerse en contacto con el autor de este libro pueden hacerlo escribiendo a su dirección electrónica poetaemiliorodriguez@gmail.com

ÍNDICE

CARTA DE ANTONIO GAMONEDA

PRIMERA PARTE

I

II

III

IV

v

VI

VII

VIII

IX

x

SEGUNDA PARTE

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

CODA

COLECCIÓN MONTERREY DE POESÍA

CARTA DE ANTONIO GAMONEDA


Querido Emilio:

Creo que, placer aparte, he conectado con tu Can­tata: nombrar la infancia por sus frutos, substancias, ros­tros, fantasmas es volver a nuestra patria interior, fechar también nuestra vida para sentir el gasto que de ella hemos hecho. Cantas, en fin, tus pérdidas y, con ello, sin decir­lo creas conciencia de estar en viaje hacia la muerte. Esta deducción «cuelga» de toda poesía, quizá, pero en la tuya, de modo recurrente.

En el orden formal el libro es eficaz y «gozable»; sin embargo, yo te invito a guardarlo un trimestre en el cajón, sin releerlo, y, después, a intentar reducir la fre­cuencia de los endecasílabos implicados en las series ver­siculares, aunque nunca en forma de amputación siste­mática que deje huérfano de plasticidad rítmica al bloque. Se trata, únicamente de refrenar un recurso que, no sien­do único es, sin embargo, demasiado evidente.

Se trata, en todo caso, de un reparo menor. «El que esté libre de pecado... ». Ya sabes ...

En fin, creo que has hecho un buen trabajo: con­vertir al placer poético un segmento de melancolía. Y de vida. Felicitaciones y abrazos.

ANTONIO

PRIMERA PARTE

I


Acércate, Galmaz, escucha el canto de aquellos carros lentos, ya borrados en las brumosas curvas del olvido. Escucha, ven despacio a sorprendemos cuando pisamos uvas de tristeza o nos ponemos rostros de cartón paraencender fogatas en la noche.

Que tu oído de roca perciba este lamento nacido de abedules calcinados, de ventanas que se inclinan en la niebla.

Tu mirada de horno nos recorra, como el día en que galoparon las estrellas porque habíamos pisado tus umbra­les con nuestros pies de árgomas y estiércol.

Un agua triste destilan ahora los cielos que habita­bas. Los que cuidaban con gesto maternal nuestras cose­chas. Color de funeral, tiempo de espadas, sobre un lecho de pálidas ortigas.

De cuando fuimos niños sólo quedan estos atrios de luz con cerezales. Madrugadores rezos Y un invierno con manzanas guardadas en las arcas.

Despiértate, Galmaz, sacude tus espaldas como el monte que ahora despereza la piel de tantas noches reu­nidas. Enciéndenos el sol, que nuestras lámparas, debajo de los lechos, agonizan.

II


Sobre este lienzo de auroras recosidas, de noches empalmadas por un hilván de sangre y de sudores, se va quedando escrita nuestra historia.

La crónica de gestos y alaridos circunda un calenda­rio de maizales. Sus granos son el oro que concede valor a nuestros sueños. El rito de sus hojas es pretexto para horadar el túnel del invierno.

Para vencer el tiempo, para vemos poblando las estan­cias, deshojando los cuerpos encendidos de lascivia. Por­que vendrán mañanas ateridas y no estaremos cerca si no hacemos correr ahora el vino de lo táctil.

La noche de solsticio se prolonga. Y colgamos las ramas en los quicios, como banderas verdes convocan­do mayor fecundidad tras de las puertas.

Para la piel desnuda es el rocío coraza que defien­de de la fiebre. Y todo corazón será una casa con puer­tas de romero. Con ventanas abiertas para el miedo de los pájaros.

Como un manto gastado va llegando la paz a nues­tros huesos. Nuestras rodillas crujen, se lamentan de todo lo que el viento ha destruido.

El templo de la niebla se desborda. Se marcha por los surcos nuestro miedo. Las cañas de maíz por estan­darte, venimos a decirte que los montes aúllan como lobos.

Los árboles, Galmaz, caminan tristes. Se alejan de nosotros los recuerdos. Y se doblan los escaños por el peso abrumador de las ausencias.

III


Hacía lluvia tan diciembre, entre los ojos de los muer­tos Hacía un tartamudeo semejante a las palabras que utilizamos para hablar con los ausentes. Y estábamos sen­tados, casi como a voces, caminando entre columnas arrumbadas por la noche.

Y tanto caían nubes, resbalando en tantas lenguas que algunos de nosotros recordábamos palabras olvida­das. Otros se incendiaron por dentro, como entonces, cuando ascendíamos a lo alto para congraciarnos con el alma de los truenos.

Igual que cuando hacíamos nuestra ofrenda de panes floreados. Subíamos de espaldas, llevando entre las manos un incendio.

Pero ahora estamos revestidos de indigencia. Ahora tiritan nuestros dedos y se caen las hojas de nuestros abedules, en un otoño que se extiende más allá del calen­dario. Que avanza como fuego y anega los vocablos.

Debajo del escaño, nuestros perros, se levantan dormidos, se retuercen por dentro porque sueñan que les cierran los caminos. Que los zarzales crecen a la misma velocidad de su carrera.

Cadáveres de estrellas lleva el agua, y lenguas aspe­rísimas nos hablan de construir el tiempo, poner alas a los lirios para Inventar de nuevo mariposas.

¿Hasta cuándo, Galmaz, seremos presa de nuestra Incontenible sed de nada?

IV


Como el rumor de un río hilvanando la mañana. Como las manos pálidas del cierzo que moldea las peñas y humaniza su escorzo de alarido. Así, Galmaz, sucede en nuestros días. Así se nos sumergen en el lago donde voraz aguarda tu garganta.

Detrás de cada guiño de la piel hay una espera eri­zada de murallas. Galope de caballos en las sienes y el gallo de la fiebre que anuncia días de fuego en las campanas.

Cruzamos este puente de cristales que nos lleva al territorio de los muertos. Escalera de todos los asom­bros. Se rasga la cortina y una espada rotura los estra­dos. Palidece el licor en nuestros ojos. Nuestras sendas son todas circulares.

Como papel pautado, el cielo todo alondras, se des­grana en una lluvia de notas ateridas. Doblamos los sen­deros y volvemos, tan lentos como siempre, tan delga­dos de voz, que las esquilas levantan catedrales en la niebla.

Algunos de los nuestros traspasaron el mar y volvie­ron a contarnos cómo un barco puede llevar en su inte­rior muchas aldeas, con un cielo más cambiante y pobla­do por árboles eléctricos.

Y sin embargo aún somos este río que nadie ha con­seguido domar. Este espinoso, gritador y cósmico torren­te que ensaya cada hora su suicidio.

De los balcones mudos de la noche se desprende, Galmaz, este alarido. Hedor de hura y de geranios macha­cados, este será el perfume de nuestro desencanto.

Los pájaros nocturnos y el aullido de los perros des­criben el umbral donde se enconde la clave de tales desencuentros. Escrito en las estrellas está el viaje de todas las pisadas. Los rasgos acerados que nos gritan, están pintando ahora los trazos de esta orilla.


La noche se nos vuelve feroz y contorneada por un amplio cinturón de criaturas. Por dentro pasa un río, y una piel que lleva hasta nosotros los sonidos.

A veces los caminos crecen en espiral, y nuestros pasos repiten otros pasos. En la sombra nos medran los dedos como zarzas.

Estamos en el filo y escuchamos la vida trasvasarse en dos orillas, infinitamente contiguas y distantes.

v


A veces nuestros muertos nos madrugan y podemos mirarles, esquivos y silentes, como árboles que andan, conduciendo sus huesos y su historia hacia el descanso.

Entonces no nos sirven las palabras. Se nos quedan las manos paradas en el aire, con todo el gesto a punto y ningún significado que pueda percibir el ojo o el oído.


A veces, la sombra nocturnal de los castaños se pue­bla de sonidos. Y vemos caminar a nuestro lado, sepa­rados por un muro de silencio, a los que compartieron con nosotros escaños y diasantos.

Los pájaros nocturnos y el aullido de los perros des­criben el umbral donde se esconde la clave de tales desencuentros. Escrito en las estrellas está el viaje de todas las pisadas. Los rasgos acerados que nos gritan, están pintando ahora los trazos de esta orilla.

La noche se nos vuelve feroz y contorneada por un amplio cinturón de criaturas. Por dentro pasa un río, y una piel que lleva hasta nosotros los sonidos.

A veces los caminos crecen en espiral, y nuestros pasos repiten otros pasos. En la sombra nos medran los dedos como zarzas.

Estamos en el filo y escuchamos la vida trasvasarse en dos orillas, infinitamente contiguas y distantes.

VI


El mar es una historia que nos cuentan para encen­der el ansia de estar lejos. El mar tiene perfiles de per­sona que vive más allá de los asombros.

El tiempo nos lo esconde y nos lo aleja. Por eso nos colgamos de los riscos para rasgar la bruma y pregun­tamos cómo será su piel, su gesto de animal que nunca duerme.


Existen los pequeños paraísos. Allí crecen las plantas de la vida. Conocemos sus nombres, pero nunca nos hemos acercado a su perfume.

Lugares no accesibles que nombramos - la Huerta de Canietxas era uno - y tenemos señalados en el mapa de los sueños.

Por encima de los muros de la tarde, nos miran los rosales asombrados. Nos mira interrogante la hierba de la abeja, el té, la hierbabuena y el romero.

El arbusto de árnica vigila también nuestras heridas. Desde su tacto punzante y ardoroso nos cercan las orti­gas. La rama del xardón, si es femenina, proteje del gra­nizo y de los rayos.

Pero nos queda el mar como leyenda para contar de noche junto al fuego. Para enmarcar recuerdos y dejar­nos el ojo interrogante de lo mítico.

Ojo de mar se llaman las lagunas que se esconden en lugares impensados. Que cantan y prolongan sus lamen­tos para anunciamos el día de la tragedia.

El mar tiene su espacio en nuestros sueños. Lo vamos descubriendo entre fragmentos de historias repetidas hasta hacerlas apenas perceptibles.

VII


Para buscar tesoros consultamos los sueños. Para romper el cerco de historias escondidas, solamente visi­bles en las brumas nocturnas.

Si dos personas tienen el mismo sueño y no existe entre ellas parentesco, deberán cavar juntos. De miste­riosos planos guardados en los libros y de amuletos tales como el ciervo volante, siempre hacemos acopio.

La noche abre su cuaderno de misterios, escritos sobre negro, y nos invita a recorrer su laberinto.

Junto a infrecuentes cauces, al lado de las fuentes más ignotas, germinan estos hechos, entregados sola­mente al oscuro papel de los susurros.

Y el parto de la noche. Tras larga gestación de interrogantes, se produce el desgarro. Y de la herida añil nos amanece, como una llamarada, la enseñanza.

O bien, un personaje, cabalgando crepúsculos, se acerca a preguntar por el Val de Perales. Señalado el cami­no, le seguimos de cerca. Observamos cómo carga el caballo con la piedra aguzada que se apoya en el árbol. Que siempre había servido para alcanzar cerezas.

Su partida nos deja la tarde erizada de preguntas. Nos deja aquel enfado semejante el deseo de querer cas­tigamos por no saber mirar. Por no conseguir ver lo que otros habían visto.

Después, nuestras historias se acrecientan. Como el Pozo del Vidro donde alguien cavó noches. No se llegó a saber si consiguió el tesoro, pero aún podemos ver la huella de su sueño.

VIII


La luz nunca da saltos. Como un lagarto viejo, des­liza sus espaldas por todos los rincones y los va dejan­do tibios, habitables.

De todos nuestros días, los más lentos son aquellos, Galmaz, en que la niebla enloda y resquebraja nuestro aliento.

Entonces descolgábamos las dudas. Nos vestíamos de tedio y de nostalgia para seguir mirando lo que nos crece dentro. Los bosques arrasados de nuestra contumacia. Nuestro rencor antiguo contra el tiempo.

La túnica de todas las certezas, que sigue resbalan­do, se lleva nuestra piel en su caída. Se lleva los teso­ros de llanto acumulados, las verdades que fueron ante­sala de todos los banquetes ahora ya abolidos.

Y quedamos así tan maniatados, tan desprovistos, Galmaz, de todos los preciados atributos, que solamente podemos conocemos volviendo a respirar el mismo vaho que guardan los cristales polvorientos.

La niebla distribuye somnolencia. Viste de funeral los abedules. La comitiva azul es un glisando por las laderas bruscas, por tejados y ajedrezada piel de cortinales.

La luz nunca se agita. Con su cascada miel grita y abona las solanas. Ella será, Galmaz, nuestra escalera para llegar encima y más allá de todos los inviernos.

En un reino de brumas como este, la luz siempre es un barco que regresa cargado con los fuegos de colores que nos regala, a veces, la existencia.

IX


De cuando cabalgábamos centauros, nos viene esta costumbre de ser trágicos. Nos viene el parentesco con los líquenes y el miedo a deslizamos por el tiempo.

De entonces son, Galmaz, las mejores arrugas de nuestro corazón. El color de ferriales que nos cruza los ojos, y el viento que agita nuestras manos como arbus¬tos.

Con sudor de caballos mediamos las distancias. Y el grito de los carros trazaba divisiones en nuestro territo¬rio.

Los niños que morían al nacer eran tu ofrenda. Por eso se enterraban en la casa. Su lugar era el rincón de los aperos y los yugos. Como semilla de eventos salu¬dables, nos sostenían las paredes.

Conjuros nos protegían de las tormentas. Los carros volteados y las palas de hornear eran los signos que ahu¬yentaban de nosotros el granizo.

De perseguir arándanos, teníamos la lengua cuarte¬ada. De colectar raíces de achicoria y tallos de gamona. Por eso nuestros dedos eran zarzas y tenían, al tocar, la misma fragilidad de la moruna.

Arañas tocan arpas silenciosas en todos los rincones bruñidos por el humo. Diámetro de hogar tienen tam¬bién hasta los más pequeños gestos amatorios.

Del tiempo en que caminos te seguían como perros, nos queda, Galmaz, la sostenida escala de silencios con que podemos saludarnos desde lejos.

x

Porque era nuestra infancia un territorio, un mapa casi físico acotado por segmentos azulados de violencia. Los ríos acontecían de repente y se cerraban en abrazo sobre el fuego de conjuros y romances.

Un tiempo jalonado de frutales. Espacio de alacenas y sobrados en que estaban prohibidos los espejos. Leyen¬das del origen, recogidas en el estuario gris de la memo¬ria.

Pertinaz como el granizo. Como la lluvia estable reso¬nando sobre las madres carcomidas de los hórreos. Así era nuestra sed, nuestra costumbre de acumular pre¬guntas sin respuesta.

En el tibio rescoldo de las cuadras se abría a nues¬tros ojos la lujuria como un abismo terco y cotidiano. Crujir de la madera en las alcobas, con el olor del heno aglutinando una masa caliente de sonidos.

Para nacer de nuevo, cuando el canto del malvís per¬fora las murallas de ramaje. Cuando las tardes pesan y se inclinan sobre el alado trino de reitanes.

Porque era nuestra infancia una conquista de caba¬llos salvajes, de rebecos apenas entrevistos surcando la pared de las mañanas. Un verano grumoso y con luciér¬nagas.

Olor de las ortigas, del mágico sabugo, brotando de las noches más veloces, rayadas con cuadrícula por el sonido eléctrico del sapo.

SEGUNDA PARTE

I


Quizá tan solo ha sido un tiempo de figales. Un cielo amenazante de masa fermentada, cayendo sobre el cauce de las sienes. Entrando en los rincones donde la fiebre anida.

Porque desanudada gime la noche en los espejos. Los vínculos del aire cincelan palomares. Y el parto de una máquina gotea en los sembrados.

Toda luto y gemidos, una mujer descose los velos más antiguos que arropan vaticinios. Las manos acera­das elevan un silencio, que con su lengua lánguida, nos lame los escaños.

Con su mirada terca el rencor nos visita. Con las manos cortadas y un clamor en los ojos, nos va diciendo todo lo que hemos de hacer nuestro.

Lo que nos toca siempre en repartos de herencias. Camisas entiznadas y enaguas menstruales. Es todo el patrimonio que engrosa nuestras arcas.

Un pájaro terrible visita nuestras noches.

Se enciende como un fuego que el odio reverdece. Planea en los vasares y hasta los mechinales reciben la pedrada de su vuelo rasante.

A veces oscurece en pleno día. Como un ensayo general de no estar vivo. O se parcela el aire. Y a noso­tros nos toca el trozo más usado.

Debajo de la carne nos crecen los inviernos. Piedad en las macetas, cuando agosto se vuelve circular y can­dente. Para imitar el sueño de los gatos.

Por encima y delante de todo sonido, un riego inter­mitente de campanas. Un gozne resentido que alariza en toda nuestra piel sus desazones

II

La noche de San Juan se multiplica y siembra bode­gones en los atrios. Nos crecen las hogueras en los ojos. Se quiebra la garganta de un anciano. El grito de «ijujú» nos suena dentro, como la sal tirada sobre el fuego.

Llegaron ya las andulinas. El hinojo sazona las orillas herrumbrosas de todos los senderos. Las árgomas en flor se han vuelto cárdenas. Martilla el picatuero, y creemos sentir sus golpes por dentro de las sienes.

¿Qué viento de bodega trae las voces? Un coro de hojalata canta el treebole. Y el vino dando saltos seña­liza debajo de la piel antiguas danzas.

Para brincar el fuego es necesario haber tomado alien­to muchos años. Haber dejado lejos la fesoria, los días de regadío y las miradas desantas de la luna.

Tenemos los cantares como otra forma de refugio. Huida hacia delante, empuñando fieramente las palabras. Tenemos la canción y sus conjuros como el muro redon­do de guijarros que son nuestras corripias, nuestros cas­tros.

Palabras aprendidas en secreto para encelar el tiem­po. Vocablos cincelados por el tacto de unguentos y coc­ciones. Tenemos el ojo de coruxa que emite intermi­tencias recibidas de aquel siglo en que nacían los relojes.

O el miedo telegráfico en la piel ante el aullido de los lobos. También aquel sonido avisador y cíclico del caer de las castañas. Y un galope de corzos entrevisto desde el umbral de la mañana.

La noche de San Juan deja su huella en los ojales. Un regusto a molienda, o ceniza lustral de los marrubios. Olor más persistente que el parto de culebra. Des­pués la soledad nos tiene para siempre entre sus manos

III

Abacial y delicada es esta arquitectura. Delicada y tan de súbito como ese cinturón airado y carnicero que cie­rra nuestras fincas.

Todos los cortinales tienen marcado su perímetro por gestos de codicia. Por una nómina de insultos. Pala­bras como piedras del arroyo bruñidas por la ira de los muertos.

De cuando no existía el asfalto o los periódicos. El polvo fue escribiendo en los muebles nuestra historia. Rincones enjaezados para un rito que solamente tiene interrogantes.

Los trasgos de la noche se cruzan sus mensajes. Un pájaro agorero señala con su aullido los confines del agua. Sonido de las fuentes cabalgando los límites del tacto.

Una escalera sube y otra baja. Un batiente de puer­ta desequilibra el ritmo de la siesta. Clamor en los cere­zos. Los maizales transmiten una música de alondras. La tarde es un incendio sin entradas.

Delgada y primitiva es la cintura de todas estas tar­des apretadas. De tantos filandones que cuelgan como riestras en nuestros corredores.

El miedo es otro árbol polimorfo que crece con noso­tros. Que madura sus frutos en la noche. Cuando la fies­ta arrecia, se concentra para seguir practicando la sor­presa.

De todas nuestras vidas anteriores, siempre hemos preferido las más tenues. Aquellas que regresan en tiempo de esfoyaza. Las que apenas si nos caben en el cuer­po, como un traje que habíamos heredado.

IV

Cansina era la noche. Cansina y manantial como cin­tura de agrestes desposadas. Detrás de los zarzales vela un grito. Detrás de nuestros sueños está siempre el pája­ro sangriento de la fiebre.

Las madres que cultivan este llanto preparan sus emplastos. Salvado de centeno, flor de ortiga y savia de abedul nos escalonan los ciclos del dolor. Nos ponen cerco a toda calentura.

Como estacas clavadas en el pecho del ocaso, van quedando plegarias y conjuros. La sangre del lagarto y el roble traspasado, remedios tan seguros para las her­nias de los niños.

La ruda, celedonia o raíces de genciana, cogidas en sus lunas, mitigan los dolores. El toque magistral de dedos sabios repone en su lugar tendón y hueso.

Se afilaba la noche. Emergía un perfil de sombra de salguero, por donde pasa el hilván que enlaza nuestros días.

El gran sapo que tañe en el dintel su arpa de cor­deles, distribuye quietud en la penumbra del estrado.

Y se callan las fuentes mientras suena el clavicordio de la siesta. Mientras el sol golpea, con varales de luz, la piel de nuestras sienes.

Las manos de los viejos siempre amasan la mezcla de semillas que han de damos protección saludable.

Pasillos de la angustia, recorridos por el olor frutal del pan reciente. Abedules agónicos perfilan las murallas de verdor de nuestros límites.

V

El tiempo también crece en los umbrales. Pero tiene su otoño, se envilece, y va quedando gris como el para­guas que ya no nos resguarda de la lluvia.

El tiempo es una piedra que llevamos, y retrata el perfil de nuestras almas. Nos llena con su peso los dos brazos y marca nuestro pecho como un sello.

Para sincronizar los días y las cosechas. Para poner en hora los temores, nos vamos acercando hacia los ris­cos donde la noche ensaya sus argucias.

Galope silenciado por la niebla. Manotazo de lluvia que sorprende el vals de las espigas. El tamizado arpe­gio de regueros, enmascara el vuelo de las águilas.

Muchachas con mirada de abalorio, cultivan los recuer­dos en macetas. Cultivan unos sueños que se alejan, como se olvida el olor de las batallas.

La llave de los cielos ha girado, y se han multiplica­do las ventanas. Se está poblando el aire de maizales, de flautas y de manos que saludan.

Viento simulador. Escalas que se pierden como voces, y un verano cargado de tormentas. «Que Dios la traiga mansa». Y todas las palabras se nos quedan desvahidas, cuando la tierra cultivable se va ladera abajo.

Se van nuestras cosechas dando tumbos al fondo de las cárcavas. Nos quedan las esquilas y un gruñido de acero en los oídos

Volvemos con la tarde doblada sobre el hombro. Con la vejez crecida y la mirada en punta. Como los días de dar batidas a los lobos.

VI


Como siglos de lluvia regresan los recuerdos. Nubecillas de amianto que dan intermitencia a fuegos interiores, a perdidas batallas. De lugares sin viento somos piedras traídas.

Desde los montes grita un cierzo saetero, una muralla móvil de cristales mordidos. Concierto de alacranes recorre los tejados. Recorre los pináculos del roble que has plantado.

Pero el tiempo es un túnel, bodega estremecida donde guardamos los gritos conseguidos. Trayectorias sonoras de gargantas que elevan una torre invertida, erizada de clamores.

Nos persigue la luz, nos acorrala, contra el monte más al to. Contra un cielo recorrido por torrentes. Nervaduras sonoras de una bóveda construida con las plumas de nuestros pensamientos.

El fuego de los lares danza augurios y el humo, en las pizarras, nos describe una historia fugaz de elevaciones.

Las uñas y los dientes. Las entrañas humeantes de animales también nos narran su leyenda. Cantiga vulnerable y serpeante de aquello que palpita y se erosiona.

Como siglos de cierzo y de nostalgia, así crece la llama del incendio. Nos lleva el torbellino, la cruel danza en que sombras, para siempre, aferradas a otras sombras.

Puñal de la mentira, tan airado, que nos perfora siempre la pupila. Que nos roba el aliento y nos socava la roca cimental de este naufragio.


VII


Otoño y las palabras. Maíz y castañales resbalando hacia el sonido de aquel río que rozaba los umbrales de lo incierto. Otoño y un tesoro de frutos para el tacto. Para el placer inmenso de los ojos.

En el río se va todo lo que nos queda. Los cuerpos batallados. El acero tiernísimo de madres que apenas si una voz pero tan piel como las venas de castaño en nues­tras puertas.

Como el reptar de nervios por la pared sonora de los hórreos. Dormir aquella música de viento retozando en tantas grietas. Con todas las praderas recostadas deba­jo de las mantas.

Sembrar las almohadas. Quitar diafanidad a nuestros corredores. Las riestras de maíz que condecoran de sol el pecho del invierno.

Las puertas ya no ocultan, articulan otro modo de irse haciendo los perfiles de los rostros.

El río, como la vida, se lleva lo que siempre perma­nece. Y su tambor cambiante nos advierte de avatares y peligros inconcretos.

En el Pozo de Chano también se asoma el mar. Tam­bién se nos acerca su sonido. Por eso su fondo no se alcanza. No lo tocan los varales amestados.


Lugar referencial de los suicidas por una maldición de la encantada que lo habita. Solamente lo deja para robar la leche con que cría a su hijo. La noche brota con ella en remolinos.

De la Casa de Cueiras trajeron el conjuro. Unos bue­yes gemelos con su yugo y aperos. La madera del arado quedó flotando unos instantes. Después también se hun­día.

Así acabó la historia de la siniestra dama. Pero siguió su voz llamando a los suicidas. Desde el abismo suenan sus ecos de sirena. Su grito, cada año, renueva los lamen­tos.

Otoño y las palabras. Aquí se cría el silencio. Los árbo­les añosos se asoman a este llanto.