miércoles, 7 de septiembre de 2011

III

Abacial y delicada es esta arquitectura. Delicada y tan de súbito como ese cinturón airado y carnicero que cie­rra nuestras fincas.

Todos los cortinales tienen marcado su perímetro por gestos de codicia. Por una nómina de insultos. Pala­bras como piedras del arroyo bruñidas por la ira de los muertos.

De cuando no existía el asfalto o los periódicos. El polvo fue escribiendo en los muebles nuestra historia. Rincones enjaezados para un rito que solamente tiene interrogantes.

Los trasgos de la noche se cruzan sus mensajes. Un pájaro agorero señala con su aullido los confines del agua. Sonido de las fuentes cabalgando los límites del tacto.

Una escalera sube y otra baja. Un batiente de puer­ta desequilibra el ritmo de la siesta. Clamor en los cere­zos. Los maizales transmiten una música de alondras. La tarde es un incendio sin entradas.

Delgada y primitiva es la cintura de todas estas tar­des apretadas. De tantos filandones que cuelgan como riestras en nuestros corredores.

El miedo es otro árbol polimorfo que crece con noso­tros. Que madura sus frutos en la noche. Cuando la fies­ta arrecia, se concentra para seguir practicando la sor­presa.

De todas nuestras vidas anteriores, siempre hemos preferido las más tenues. Aquellas que regresan en tiempo de esfoyaza. Las que apenas si nos caben en el cuer­po, como un traje que habíamos heredado.

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