miércoles, 7 de septiembre de 2011

VII


Otoño y las palabras. Maíz y castañales resbalando hacia el sonido de aquel río que rozaba los umbrales de lo incierto. Otoño y un tesoro de frutos para el tacto. Para el placer inmenso de los ojos.

En el río se va todo lo que nos queda. Los cuerpos batallados. El acero tiernísimo de madres que apenas si una voz pero tan piel como las venas de castaño en nues­tras puertas.

Como el reptar de nervios por la pared sonora de los hórreos. Dormir aquella música de viento retozando en tantas grietas. Con todas las praderas recostadas deba­jo de las mantas.

Sembrar las almohadas. Quitar diafanidad a nuestros corredores. Las riestras de maíz que condecoran de sol el pecho del invierno.

Las puertas ya no ocultan, articulan otro modo de irse haciendo los perfiles de los rostros.

El río, como la vida, se lleva lo que siempre perma­nece. Y su tambor cambiante nos advierte de avatares y peligros inconcretos.

En el Pozo de Chano también se asoma el mar. Tam­bién se nos acerca su sonido. Por eso su fondo no se alcanza. No lo tocan los varales amestados.


Lugar referencial de los suicidas por una maldición de la encantada que lo habita. Solamente lo deja para robar la leche con que cría a su hijo. La noche brota con ella en remolinos.

De la Casa de Cueiras trajeron el conjuro. Unos bue­yes gemelos con su yugo y aperos. La madera del arado quedó flotando unos instantes. Después también se hun­día.

Así acabó la historia de la siniestra dama. Pero siguió su voz llamando a los suicidas. Desde el abismo suenan sus ecos de sirena. Su grito, cada año, renueva los lamen­tos.

Otoño y las palabras. Aquí se cría el silencio. Los árbo­les añosos se asoman a este llanto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario