miércoles, 7 de septiembre de 2011

X


Volver a contemplar un tiempo de caballos. Recons­truir sus gritos a través de las árgomas. Mirar con tanto asombro su libertad, su fuerza. El sonar de tambores que anunciaba su paso.

Oviedo era un lugar escondido en los mapas donde van los soldados, los enfermos más graves. O los pocos que huyen, porque allí nacen trenes.

Y en torno de la casa revestida de hollines, nos cre­cían los arbustos de espineras y endrinos. Prosperaban grosellas y aquel zumo de moras de pintarnos el rostro, de jugar a borrachos.

Entonces los veranos eran largos y nuestros. Des­pués venía la época de enterrar a los niños. Cuántos ros­tros perdidos, cuántos nombres sin dueño. Después era ese espacio de dejamos a todos rumorosos y ahitos de preguntas sin labios.

Un monte preserva la noche sobre el pueblo. El Gamayal sentado delante del ocaso, con su caudal de brezos y sus quitameriendas. Marfil de garabitos y sedien­tas gamonas.


Las manos enlazadas de todas las ancianas. Los caya­dos de roble y los cuerpos de pana. Una historia tras otra para cebar las horas. Para decir endechas donde nunca había lágrimas. Cuando nacían los ríos y nos crecían los dedos. .

Debajo de las sábanas seguimos siendo niños. Segui­mos cultivando la vecera del miedo.

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