miércoles, 7 de septiembre de 2011

IV

Cansina era la noche. Cansina y manantial como cin­tura de agrestes desposadas. Detrás de los zarzales vela un grito. Detrás de nuestros sueños está siempre el pája­ro sangriento de la fiebre.

Las madres que cultivan este llanto preparan sus emplastos. Salvado de centeno, flor de ortiga y savia de abedul nos escalonan los ciclos del dolor. Nos ponen cerco a toda calentura.

Como estacas clavadas en el pecho del ocaso, van quedando plegarias y conjuros. La sangre del lagarto y el roble traspasado, remedios tan seguros para las her­nias de los niños.

La ruda, celedonia o raíces de genciana, cogidas en sus lunas, mitigan los dolores. El toque magistral de dedos sabios repone en su lugar tendón y hueso.

Se afilaba la noche. Emergía un perfil de sombra de salguero, por donde pasa el hilván que enlaza nuestros días.

El gran sapo que tañe en el dintel su arpa de cor­deles, distribuye quietud en la penumbra del estrado.

Y se callan las fuentes mientras suena el clavicordio de la siesta. Mientras el sol golpea, con varales de luz, la piel de nuestras sienes.

Las manos de los viejos siempre amasan la mezcla de semillas que han de damos protección saludable.

Pasillos de la angustia, recorridos por el olor frutal del pan reciente. Abedules agónicos perfilan las murallas de verdor de nuestros límites.

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