miércoles, 7 de septiembre de 2011

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A veces nuestros muertos nos madrugan y podemos mirarles, esquivos y silentes, como árboles que andan, conduciendo sus huesos y su historia hacia el descanso.

Entonces no nos sirven las palabras. Se nos quedan las manos paradas en el aire, con todo el gesto a punto y ningún significado que pueda percibir el ojo o el oído.


A veces, la sombra nocturnal de los castaños se pue­bla de sonidos. Y vemos caminar a nuestro lado, sepa­rados por un muro de silencio, a los que compartieron con nosotros escaños y diasantos.

Los pájaros nocturnos y el aullido de los perros des­criben el umbral donde se esconde la clave de tales desencuentros. Escrito en las estrellas está el viaje de todas las pisadas. Los rasgos acerados que nos gritan, están pintando ahora los trazos de esta orilla.

La noche se nos vuelve feroz y contorneada por un amplio cinturón de criaturas. Por dentro pasa un río, y una piel que lleva hasta nosotros los sonidos.

A veces los caminos crecen en espiral, y nuestros pasos repiten otros pasos. En la sombra nos medran los dedos como zarzas.

Estamos en el filo y escuchamos la vida trasvasarse en dos orillas, infinitamente contiguas y distantes.

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