Contadme cómo muere la piel de los veranos. Cómo se apaga el cántico de las noches estáticas. Será tal el trasvase de un pozo hacia otro pozo. La boca del invierno devora todo el salmo. Se lleva nuestros juegos como si fueran humo.
Como decrece el ojo volviéndose hacia adentro. Doblando las miradas cuando ya no hay paisaje. Del modo que las puertas crecen en la distancia. Medran de nuestra ausencia poblada de recuerdos. O bien nos vampirizan con su falsa ternura.
Volveré a la figura de aquel hermano muerto cuando era adolescente y jugaba con carros. No tengo de su rostro ni de sus dimensiones otra señal que el ruido venido de la sangre.
A veces se levanta y con gestos de niebla intenta convencerme de que el trazo se ha roto, que no existen paredes. Estoy en su paisaje pero me siento ajeno. Me siento como un árbol al que le falta el viento.
Dolor en las ventanas cuando la noche cruje. Cuando hasta los cárabos aborrecen lo oscuro. Historia de la sangre contada por las sábanas. Por el ropaje tibio que tejen las canículas.
Debajo del escaño se esconden las palabras. Su miedo acusativo de todos nuestros gestos. En los pañuelos húmedos que amortiguan los gritos. Detrás de los vasares, en el rincón del humo. Hasta el potaje tiene sabor de despedida.
Contadme cómo fueron los días de Gran Nevada. Aquel en que caballos murieron ateridos. Las liebres se quedaron heladas en el salto.
Había que cavar túneles para poder mirarnos. Para seguir creyendo que habría otra primavera subiendo desde el río por entre las siniestas.
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