La noche de San Juan se multiplica y siembra bodegones en los atrios. Nos crecen las hogueras en los ojos. Se quiebra la garganta de un anciano. El grito de «ijujú» nos suena dentro, como la sal tirada sobre el fuego.
Llegaron ya las andulinas. El hinojo sazona las orillas herrumbrosas de todos los senderos. Las árgomas en flor se han vuelto cárdenas. Martilla el picatuero, y creemos sentir sus golpes por dentro de las sienes.
¿Qué viento de bodega trae las voces? Un coro de hojalata canta el treebole. Y el vino dando saltos señaliza debajo de la piel antiguas danzas.
Para brincar el fuego es necesario haber tomado aliento muchos años. Haber dejado lejos la fesoria, los días de regadío y las miradas desantas de la luna.
Tenemos los cantares como otra forma de refugio. Huida hacia delante, empuñando fieramente las palabras. Tenemos la canción y sus conjuros como el muro redondo de guijarros que son nuestras corripias, nuestros castros.
Palabras aprendidas en secreto para encelar el tiempo. Vocablos cincelados por el tacto de unguentos y cocciones. Tenemos el ojo de coruxa que emite intermitencias recibidas de aquel siglo en que nacían los relojes.
O el miedo telegráfico en la piel ante el aullido de los lobos. También aquel sonido avisador y cíclico del caer de las castañas. Y un galope de corzos entrevisto desde el umbral de la mañana.
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