miércoles, 7 de septiembre de 2011

II

La noche de San Juan se multiplica y siembra bode­gones en los atrios. Nos crecen las hogueras en los ojos. Se quiebra la garganta de un anciano. El grito de «ijujú» nos suena dentro, como la sal tirada sobre el fuego.

Llegaron ya las andulinas. El hinojo sazona las orillas herrumbrosas de todos los senderos. Las árgomas en flor se han vuelto cárdenas. Martilla el picatuero, y creemos sentir sus golpes por dentro de las sienes.

¿Qué viento de bodega trae las voces? Un coro de hojalata canta el treebole. Y el vino dando saltos seña­liza debajo de la piel antiguas danzas.

Para brincar el fuego es necesario haber tomado alien­to muchos años. Haber dejado lejos la fesoria, los días de regadío y las miradas desantas de la luna.

Tenemos los cantares como otra forma de refugio. Huida hacia delante, empuñando fieramente las palabras. Tenemos la canción y sus conjuros como el muro redon­do de guijarros que son nuestras corripias, nuestros cas­tros.

Palabras aprendidas en secreto para encelar el tiem­po. Vocablos cincelados por el tacto de unguentos y coc­ciones. Tenemos el ojo de coruxa que emite intermi­tencias recibidas de aquel siglo en que nacían los relojes.

O el miedo telegráfico en la piel ante el aullido de los lobos. También aquel sonido avisador y cíclico del caer de las castañas. Y un galope de corzos entrevisto desde el umbral de la mañana.

La noche de San Juan deja su huella en los ojales. Un regusto a molienda, o ceniza lustral de los marrubios. Olor más persistente que el parto de culebra. Des­pués la soledad nos tiene para siempre entre sus manos

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