miércoles, 7 de septiembre de 2011

V

El tiempo también crece en los umbrales. Pero tiene su otoño, se envilece, y va quedando gris como el para­guas que ya no nos resguarda de la lluvia.

El tiempo es una piedra que llevamos, y retrata el perfil de nuestras almas. Nos llena con su peso los dos brazos y marca nuestro pecho como un sello.

Para sincronizar los días y las cosechas. Para poner en hora los temores, nos vamos acercando hacia los ris­cos donde la noche ensaya sus argucias.

Galope silenciado por la niebla. Manotazo de lluvia que sorprende el vals de las espigas. El tamizado arpe­gio de regueros, enmascara el vuelo de las águilas.

Muchachas con mirada de abalorio, cultivan los recuer­dos en macetas. Cultivan unos sueños que se alejan, como se olvida el olor de las batallas.

La llave de los cielos ha girado, y se han multiplica­do las ventanas. Se está poblando el aire de maizales, de flautas y de manos que saludan.

Viento simulador. Escalas que se pierden como voces, y un verano cargado de tormentas. «Que Dios la traiga mansa». Y todas las palabras se nos quedan desvahidas, cuando la tierra cultivable se va ladera abajo.

Se van nuestras cosechas dando tumbos al fondo de las cárcavas. Nos quedan las esquilas y un gruñido de acero en los oídos

Volvemos con la tarde doblada sobre el hombro. Con la vejez crecida y la mirada en punta. Como los días de dar batidas a los lobos.

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