miércoles, 7 de septiembre de 2011

VIII


La luz nunca da saltos. Como un lagarto viejo, des­liza sus espaldas por todos los rincones y los va dejan­do tibios, habitables.

De todos nuestros días, los más lentos son aquellos, Galmaz, en que la niebla enloda y resquebraja nuestro aliento.

Entonces descolgábamos las dudas. Nos vestíamos de tedio y de nostalgia para seguir mirando lo que nos crece dentro. Los bosques arrasados de nuestra contumacia. Nuestro rencor antiguo contra el tiempo.

La túnica de todas las certezas, que sigue resbalan­do, se lleva nuestra piel en su caída. Se lleva los teso­ros de llanto acumulados, las verdades que fueron ante­sala de todos los banquetes ahora ya abolidos.

Y quedamos así tan maniatados, tan desprovistos, Galmaz, de todos los preciados atributos, que solamente podemos conocemos volviendo a respirar el mismo vaho que guardan los cristales polvorientos.

La niebla distribuye somnolencia. Viste de funeral los abedules. La comitiva azul es un glisando por las laderas bruscas, por tejados y ajedrezada piel de cortinales.

La luz nunca se agita. Con su cascada miel grita y abona las solanas. Ella será, Galmaz, nuestra escalera para llegar encima y más allá de todos los inviernos.

En un reino de brumas como este, la luz siempre es un barco que regresa cargado con los fuegos de colores que nos regala, a veces, la existencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario