De todos nuestros días, los más lentos son aquellos, Galmaz, en que la niebla enloda y resquebraja nuestro aliento.
Entonces descolgábamos las dudas. Nos vestíamos de tedio y de nostalgia para seguir mirando lo que nos crece dentro. Los bosques arrasados de nuestra contumacia. Nuestro rencor antiguo contra el tiempo.
La túnica de todas las certezas, que sigue resbalando, se lleva nuestra piel en su caída. Se lleva los tesoros de llanto acumulados, las verdades que fueron antesala de todos los banquetes ahora ya abolidos.
Y quedamos así tan maniatados, tan desprovistos, Galmaz, de todos los preciados atributos, que solamente podemos conocemos volviendo a respirar el mismo vaho que guardan los cristales polvorientos.
La niebla distribuye somnolencia. Viste de funeral los abedules. La comitiva azul es un glisando por las laderas bruscas, por tejados y ajedrezada piel de cortinales.
La luz nunca se agita. Con su cascada miel grita y abona las solanas. Ella será, Galmaz, nuestra escalera para llegar encima y más allá de todos los inviernos.
En un reino de brumas como este, la luz siempre es un barco que regresa cargado con los fuegos de colores que nos regala, a veces, la existencia.
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