miércoles, 7 de septiembre de 2011

III


Hacía lluvia tan diciembre, entre los ojos de los muer­tos Hacía un tartamudeo semejante a las palabras que utilizamos para hablar con los ausentes. Y estábamos sen­tados, casi como a voces, caminando entre columnas arrumbadas por la noche.

Y tanto caían nubes, resbalando en tantas lenguas que algunos de nosotros recordábamos palabras olvida­das. Otros se incendiaron por dentro, como entonces, cuando ascendíamos a lo alto para congraciarnos con el alma de los truenos.

Igual que cuando hacíamos nuestra ofrenda de panes floreados. Subíamos de espaldas, llevando entre las manos un incendio.

Pero ahora estamos revestidos de indigencia. Ahora tiritan nuestros dedos y se caen las hojas de nuestros abedules, en un otoño que se extiende más allá del calen­dario. Que avanza como fuego y anega los vocablos.

Debajo del escaño, nuestros perros, se levantan dormidos, se retuercen por dentro porque sueñan que les cierran los caminos. Que los zarzales crecen a la misma velocidad de su carrera.

Cadáveres de estrellas lleva el agua, y lenguas aspe­rísimas nos hablan de construir el tiempo, poner alas a los lirios para Inventar de nuevo mariposas.

¿Hasta cuándo, Galmaz, seremos presa de nuestra Incontenible sed de nada?

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