miércoles, 7 de septiembre de 2011

VII


Para buscar tesoros consultamos los sueños. Para romper el cerco de historias escondidas, solamente visi­bles en las brumas nocturnas.

Si dos personas tienen el mismo sueño y no existe entre ellas parentesco, deberán cavar juntos. De miste­riosos planos guardados en los libros y de amuletos tales como el ciervo volante, siempre hacemos acopio.

La noche abre su cuaderno de misterios, escritos sobre negro, y nos invita a recorrer su laberinto.

Junto a infrecuentes cauces, al lado de las fuentes más ignotas, germinan estos hechos, entregados sola­mente al oscuro papel de los susurros.

Y el parto de la noche. Tras larga gestación de interrogantes, se produce el desgarro. Y de la herida añil nos amanece, como una llamarada, la enseñanza.

O bien, un personaje, cabalgando crepúsculos, se acerca a preguntar por el Val de Perales. Señalado el cami­no, le seguimos de cerca. Observamos cómo carga el caballo con la piedra aguzada que se apoya en el árbol. Que siempre había servido para alcanzar cerezas.

Su partida nos deja la tarde erizada de preguntas. Nos deja aquel enfado semejante el deseo de querer cas­tigamos por no saber mirar. Por no conseguir ver lo que otros habían visto.

Después, nuestras historias se acrecientan. Como el Pozo del Vidro donde alguien cavó noches. No se llegó a saber si consiguió el tesoro, pero aún podemos ver la huella de su sueño.

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