miércoles, 7 de septiembre de 2011

IX


De cuando cabalgábamos centauros, nos viene esta costumbre de ser trágicos. Nos viene el parentesco con los líquenes y el miedo a deslizamos por el tiempo.

De entonces son, Galmaz, las mejores arrugas de nuestro corazón. El color de ferriales que nos cruza los ojos, y el viento que agita nuestras manos como arbus¬tos.

Con sudor de caballos mediamos las distancias. Y el grito de los carros trazaba divisiones en nuestro territo¬rio.

Los niños que morían al nacer eran tu ofrenda. Por eso se enterraban en la casa. Su lugar era el rincón de los aperos y los yugos. Como semilla de eventos salu¬dables, nos sostenían las paredes.

Conjuros nos protegían de las tormentas. Los carros volteados y las palas de hornear eran los signos que ahu¬yentaban de nosotros el granizo.

De perseguir arándanos, teníamos la lengua cuarte¬ada. De colectar raíces de achicoria y tallos de gamona. Por eso nuestros dedos eran zarzas y tenían, al tocar, la misma fragilidad de la moruna.

Arañas tocan arpas silenciosas en todos los rincones bruñidos por el humo. Diámetro de hogar tienen tam¬bién hasta los más pequeños gestos amatorios.

Del tiempo en que caminos te seguían como perros, nos queda, Galmaz, la sostenida escala de silencios con que podemos saludarnos desde lejos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario